Frente a súbitos cambios institucionales, la sociedad argentina se ha acostumbrado a vivir en constante vigilia. Por ello, aquellos con tenencias de riqueza mantienen una alta capacidad para expulsar sus capitales hacia sistemas jurídicos previsibles. La expulsión incluye no sólo los financieros sino también los humanos. Así, científicos, profesionales y técnicos son parte del drenaje.

Si hubiese un elevado nivel de instituciones fuertes y duraderas, que aseguren el mayor grado de seguridad jurídica posible, la inversión sería creciente y no exigiría mayor tiempo en su retorno.

Para ello, se necesita reducir la incertidumbre, es decir bajar los sobrecostos y las imprevisibles situaciones, propias de un ambiente institucional precario, es decir de un sistema legal y político y de códigos no escritos, informales, que todo inversor debe pasar para alcanzar sus resultados. En suma, se requiere el perfeccionamiento y afianzamiento en el tiempo del sistema jurídico-institucional, que premie y castigue a quienes corresponda, haciendo cumplir las reglas de juego formales.

Si uno se preguntase dónde está el origen económico de la incertidumbre, la respuesta estaría en el gasto público. Cuando éste es demasiado elevado o ineficiente, y en consecuencia subyace un déficit fiscal, mayor es el riesgo a caer en problemas de inseguridad jurídica, porque el Estado, para cumplir con las obligaciones contraídas, busca aplicar impuestos más elevados o nuevos. Así, también, cuanto más pesado resulta el gasto, más se tienta a incrementar la emisión monetaria, con sus consecuentes niveles de inflación que resultan confiscatorios de bienes privados.

Sobre la acendrada idea de que las políticas económicas y el Estado pueden por sí mismas generar la riqueza, se ha establecido una camada de gente y de empresarios con una cultura de rentas, sin demasiada ocupación sobre la productividad. Se trata, en rigor, de una cultura rentística.

En 1982, Mancur Olson planteó la hipótesis de que las sociedades están sometidas a una tendencia a convertirse en escleróticas. Es decir, a cristalizar sus ideas económicas y esquemas políticos. Pese a los fuertes embates económicos sufridos, tienden a volver sobre sus pasos previos. Y los resultados están a la vista. Tantas décadas de un Estado protector y de una cultura, más o menos contraria a la economía de libre empresa, han logrado que buena parte de la sociedad quedara estratificada.

Así como el hielo, por su rigidez, no se adapta a los cambios, esta cultura se deshace sin resultados con el paso del tiempo y, entonces, arrastra a sus seguidores por un camino de frustración y muchas veces de resentimiento.

Sin embargo, no todo es así. Hay muchos empresarios y emprendedores focalizados en el esfuerzo y la productividad. El caso la cadena de valor agrícola expone con claridad la emergencia de empresarios-emprendedores que luchan por establecer nuevas actividades (de parte de emprendedores) o de elevar la productividad de otras ya establecidas (de parte de empresarios). Porque pese a todos los obstáculos, mayormente institucionales y políticos, la "gente del campo" suele tener una fuerza interior que la lleva a crecer económicamente.

La realidad lo muestra con los datos de productividad del área agrícola y de las múltiples industrias desatadas, tanto aguas arriba como abajo. Por ejemplo, vale destacar la industria de la maquinaria agrícola, donde nuestro país ocupa un lugar muy destacado en el mundo.

La producción se concentra en sembradoras, pulverizadoras, fábricas, implementos agrícolas, acoplados y tolvas, equipos de forraje y balanceados para ganadería, lechería y avicultura, cabezales maiceros y girasoleros, extractores y embolsadoras, silos y secadoras, tractores y cosechadoras, motores, carretones, remolques, implementos para papa, algodón, arroz y maní, entre otros. En la industria de agricultura de precisión es líder.

Con el afianzamiento de las instituciones, el papel tanto del empresario como del emprendedor es vital para el desarrollo. En los agronegocios, el empresario y el emprendedor están en posición de abrir caminos nuevos para el crecimiento propio, el de sus colaboradores y el de las economías donde se desenvuelven.

La esencia del espíritu emprendedor es la de un innovador cultural, que comprende las miserias del mundo, que dentro de ese mundo histórico devela y supera anomalías, y que contribuye al cambio de la forma de vida de la gente, a través de productos en el mercado. Tal esencia enriquece sobre el ejemplo de las personas que construyen y construyeron, aún bajo entornos adversos a la acción.

La capacidad de emprender consiste en saber escuchar y transformar ese saber escuchar en energía social para transformar: saber escuchar a los clientes, saber escuchar al cambio y saber escuchar a la historia.

Se trata de revalorizar la función del empresario y del emprendedor como motor del desarrollo; de terminar con la ideología de la protección y la seguridad. Aquel que decide emprender, en ocasiones, puede ser considerado loco. Pero si su convicción es verdadera y, en tanto en cuanto, responda a principios sinceros y esté sujeta a una racionalidad libre de miedos excesivos o de pasiones, su emprendimiento o empresa tendrá mayor chance de progresar y perdurar en el tiempo.