La decisión de eliminar el diferencial arancelario del 3% en el complejo soja tiene un significado que va mucho más allá del hecho en sí mismo. En primer lugar, ya es ostensible que la medida fue promovida por el Ministerio de Agroindustria, cuyo titular Luis Miguel Etchevehere salió a defenderla enfáticamente. La calificó de “un subsidio” de los productores a la agroindustria procesadora. Una hipótesis cuestionable, sustentada en la idea de que hubo una sistemática transferencia de ingresos de la producción a la industria.

La realidad es que este diferencial responde al criterio de “política espejo” respecto a la actitud de los países destino de la producción. Fundamentalmente China y la Unión Europea, pero también otros, entre ellos los países latinoamericanos. De no haberse levantado este complejo, los productores sufrirían descuentos similares a los que hoy padecen sus colegas norteamericanos y brasileños, que exportan sin valor agregado. El gobierno compensa esas diferencias, cosa que aquí no sucede ni puede suceder.

El momento en que se adoptó la decisión no puede ser más inoportuno. La industria exhibe un alto grado de capacidad ociosa, consecuencia de la mala cosecha del 2018. La caída de la producción no puede compensarse con la importación de poroto de soja de la región, o incluso de los EEUU, aun cuando su precio está deprimido por la decisión del gobierno chino, que le aplicó un arancel del 25%.

La esperanza de la industria estaba cifrada en la próxima cosecha. Y en las que seguirán: hay inversiones en marcha por 1700 millones de dólares, en nuevos puertos, plantas y ampliaciones de las existentes. Uno de los proyectos significaba el ingreso al crushing de una poderosa organización exportadora, que hasta ahora no contaba con planta industrial.

Desde el punto de vista económico, la medida tendrá una consecuencia inexorable: al congelar la reducción de los derechos de exportación para los derivados de la soja (harina de alto contenido proteico y aceite), el fisco capturaría en el 2019 entre 600 y 800 millones de dólares. Esta no es una cifra caprichosa: desde febrero próximo, justo cuando comienza a ingresar la cosecha, los derivados de valor agregado de la soja seguirán pagando lo mismo que ahora.

El cronograma que se descontaba era de una reducción de medio punto por mes. La capacidad instalada de la industria de crushing alcanza a 60 millones de toneladas, una cifra igual a la cosecha esperada. Suponiendo que la actividad se mantenga a pleno, cosa que ahora es dudosa, el valor trasladado al fisco equivaldría a los productos de molienda del 3% de la producción. Ahí están los 600 a 800 millones de dólares que irán del campo a las arcas fiscales.

Pero el efecto mayor es que con esta decisión la administración Macri parece haber abierto la Caja de Pandora. Desde la semana pasada, nadie descarta que el gobierno puede echar mano a las retenciones como instrumento de política económica y fiscal. Se ha dejado correr la versión de que el FMI espera que se reimplanten derechos de exportación para los cereales (trigo y maíz). Como siempre sucede, hay argumentos economicistas, como el famoso “overshooting” (salto más allá de lo esperado) del tipo de cambio. La justificación de las retenciones bajo este concepto es muy riesgosa, porque la historia indica que el overshooting se corrige en poco tiempo, pero las retenciones quedan.

Ahora que las cartas están echadas (hoy hay una reunión que se vislumbra muy ríspida entre las autoridades gubernamentales y la conducción del sector empresario) lo fundamental es clarificar lo que se proyecta en los próximos meses. El primer interesado debe ser el propio gobierno, que avanzó de manera temeraria, sobre el sector al que apeló ya varias veces en estos 30 meses de gobierno para atender la crítica situación de divisas.

Para los productores, y sobre todo sus dirigentes, es momento también de entender que la medida los toca tanto como si les hubieran congelado el cronograma de reducción de las retenciones. La demanda de la industria quedó debilitada, y los exportadores de poroto “crudo” van a operar con un mercado técnicamente sobreofertado. Es el peor escenario, también para el gobierno, porque la caída de precios compensará el ardid.