El mensaje no pudo ser más claro: no tenemos por qué elegir entre calidad institucional y justicia social; podemos tener las dos cosas a la vez. Si el proyecto tiene éxito, habremos cerrado la grieta y quedará inaugurada la Argentina moderna.

La ambición no es nueva. Ya el presidente Alfonsín se proponía integrar ambos ideales en una síntesis superadora. La Argentina no estaba lista todavía; el gran drama de los estadistas es que siempre se adelantan a su época.

El caso Maldonado puso en peligro la promesa. Durante semanas vivimos en vilo ante la posibilidad de que un ciudadano hubiera desaparecido a manos del Estado. Eso no hubiera convertido al Gobierno en una dictadura, por supuesto. Dictadura hay en Cuba, Corea del Norte y la República Bolivariana de Venezuela. Los únicos que hablan de dictadura en plena democracia son los que sueñan con un golpe.

Aun así, la reacción del Gobierno dejó mucho que desear: la ministra de Seguridad no debió apresurarse a descartar hipótesis y el Presidente tendría que haber anunciado con toda firmeza que no toleraría abusos oficiales y haberse puesto a disposición de la familia. Tal vez siguiendo las recomendaciones de sus asesores eligió otro camino. Error: un líder genuino no siempre hace lo que le dicen; a veces pide ayuda para hacer lo que cree que debe hacer y marca una época. Eso es lo que la Argentina necesita.

Ahora sabemos que el cuerpo de Santiago Maldonado no presenta signos de violencia. Pero si Cambiemos quiere borrar el populismo del mapa debe investigar a fondo para determinar si su muerte no fue producto indirecto de una represión desmedida. En un sentido más general, hay varias cuentas pendientes en el campo de los derechos humanos que requieren acción urgente, incluyendo la alarmante tasa de femicidios, la crisis de vivienda, la situación en las cárceles, la protección de las minorías sexuales y el trabajo en negro.

También es tiempo de que, honrando sus compromisos internacionales, el Estado argentino brinde respuesta de una vez por todas al prolongado reclamo de los pueblos originarios por sus territorios ancestrales. Según el cacique qom Félix Díaz, más de veinticinco aborígenes murieron desde 2007 producto de la represión. Como en esos tiempos todavía vivíamos en una democracia popular, la carnicería apenas tuvo repercusión entre los "organismos" a pesar de las reiteradas denuncias de Amnistía Internacional. Si el Gobierno brinda respuesta a su situación, se habrá puesto a la vanguardia de la lucha por los derechos humanos y sus adversarios no tendrán más remedio que aplaudirlo de pie.

La desaparición del kirchnerismo disolverá el paradigma simbólico que lo sustentaba y conceptos como democracia, inclusión y derechos humanos quedarán vacantes a la espera de una nueva significación. Una tarea importante en la reconstrucción de la cultura pública es apropiarse de esos ideales, articulándolos en clave republicana y reconociéndoles un rol protagónico en el discurso y la gestión de gobierno. Después de todo, de eso se trata la batalla cultural: todo valor que una fuerza política descarta se convierte tarde o temprano en bandera de otra fuerza.

La gran virtud de Cambiemos fue expresar un axioma bien conocido por los filósofos políticos: no hay derechos sin república ni república sin derechos. Siempre es bueno recordar que los derechos humanos son un evento del liberalismo. Para que el giro se complete, el Gobierno no debe olvidar su propia lección: los derechos humanos no son patrimonio del populismo, sino el corazón mismo del Estado de Derecho. Si respeta su idea rectora, cambiará el país para siempre. Si no, seguiremos volviendo al pasado una y otra vez.

El autor es doctor en Teoría Política, investigador del Conicet y premio Konex a las Humanidades