La elección de Mauricio Macri como presidente de la Nación en 2015 tuvo un impacto en el sistema político argentino similar al de una bomba sísmica: a primera vista todo sigue igual en la superficie, pero la explosión debajo de la tierra hace temblar (y probablemente destruya) las bases de las estructuras existentes.

La primera mitad del actual mandato presidencial parecía no haber cambiado casi nada: las estructuras del Estado, el funcionamiento de las instituciones políticas, las reglas del juego económico y la cultura política estuvieron sometidos a un gradualismo para algunos decepcionante y para otros exasperante, ya sea por no poder cortar por lo sano con el estado de cosas anterior o bien por tener que financiarlo con deudas. El abrupto "giro neoliberal" ha sido muy probablemente más producto de los deseos de algunos propios y de muchos extraños que de los datos de la realidad. Adicionalmente, la regla que impide a los presidentes no peronistas completar su mandato constitucional seguía pendiendo sobre la cabeza de Macri, con el peronismo como principal árbitro de esa posibilidad, ya sea por su hegemonía parlamentaria o por su capacidad de movilización sindical, piquetera o electoral; y el hecho de que por primera vez en cien años el sillón de Rivadavia lo usara alguien que no es militar, ni peronista ni radical parecía un dato de color más de la coyuntura, una casualidad circunstancial.

Sin embargo, el triunfo de Cambiemos y, la otra cara de la moneda, la derrota del peronismo significaron una mutación importante que empieza a verse con mayor claridad a partir de los resultados de las elecciones primarias de este año. Es probable que el Gobierno, si se confirma su fortalecimiento político en las elecciones de octubre, impulse lo que denomina "el cambio" con mayor aceleración. El elenco gobernante se interpreta a sí mismo como la encarnación de un deseo profundo de transformación que subyace como un río subterráneo a gran parte de la sociedad argentina, y estaría ahora en condiciones y con el poder suficiente como para liderarlo y producir que la bomba sísmica altere efectiva y visiblemente las estructuras tradicionales.

En el plano institucional, la relación de Cambiemos con los actores políticos de la Argentina seguramente cambiará. No solamente tendrá mayor fortaleza legislativa para empujar y/o negociar su agenda, sino que aprovechará la singular situación del peronismo, que si bien ha reunido un caudal de votos muy significativo en todo el país, hoy es una constelación de retazos geográficos, ideológicos, sociales, organizacionales y de liderazgos parciales y/o territoriales que harán muy difícil su unificación. Como lo han señalado ya varios politólogos notables, el peronismo se enfrentará a algunas disyuntivas cruciales que hasta ahora el ejercicio del poder y la disposición de los recursos del Estado le permitían eludir: ¿cómo representar al mismo tiempo intereses y sectores sociales ya tan diferentes como los de los sectores obreros formales por un lado y los de las organizaciones de desempleados por otro? ¿Cómo trabajar por la unidad para volver a la presidencia sin contar con un liderazgo atractivo hacia adentro y hacia afuera y, sobre todo, con la necesidad de negociar con el Gobierno para ganar tiempo y hacer sobrevivir sus estructuras?

Construir una coalición presidencial competitiva, es decir, reunir un entramado de actores políticos y sociales diversos que estén dispuestos a movilizar sus recursos para promover una candidatura presidencial como la mejor forma de perseguir sus intereses y/o sus creencias, es un trabajo muy complejo que si bien no es imposible, no puede darse por sentado como algo que sucederá inevitablemente en 2019. Y, por último, ¿qué hacer si el gobierno de Macri finalmente aprende el oficio y deja de cometer los errores no forzados que hasta ahora les han permitido a los dirigentes peronistas alzar fácilmente la voz en el Parlamento, los medios y la calle? El peronismo se enfrenta a una coyuntura potencialmente crítica que nadie sabe cómo abordar y presenta un final extremadamente abierto. Por supuesto, esta novedad es una gran oportunidad para los no peronistas.

También parece que las cosas pueden cambiar mucho hacia dentro de la coalición en el poder. Un triunfo del Gobierno en octubre hará de Cambiemos un lugar más apetecible para algunos sectores del peronismo (sobre todo en la provincia de Buenos Aires) y probablemente baje el volumen de las protestas de la Unión Cívica Radical. Los desafíos internos a la conducción de Cambiemos (y sobre todo, como en casi toda la historia argentina, al sillón presidencial) tienen un futuro incierto. En este sentido, el desafío de la UCR será no solamente deshacerse de algunas mañas cortoplacistas, sino sobre todo saber hacer valer su capital electoral en las provincias, su experiencia y su capital histórico, siendo un socio creíble y un factor de estabilidad, cogobernando con paciencia y responsabilidad, y teniendo una estrategia inteligente para aumentar su propia influencia dentro de la coalición.

Las certezas económicas también parecen ponerse en duda. El cálculo económico y político que hizo la oposición, esto es, que resultados económicos que tardan en llegar en lo inmediato iban a traducirse en votos opositores al por mayor, resultó falso. Son las expectativas de la mejora económica lo que más orienta el voto, y más notoriamente en estas elecciones primarias, las expectativas de mejora en planos no necesariamente económicos, sino estrictamente políticos, como la lucha contra la corrupción o las mafias, o el rechazo al autoritarismo y la violencia, ya sea política, callejera o verbal. Es precisamente en ese contexto en el que abrevará la relación con los sindicatos, con los empresarios, y su consecuencia: las reformas económicas en los ámbitos laboral e impositivo. Quedará por verse si esas reformas alcanzan para socavar las bases históricamente rentísticas y los tradicionales recursos de poder tanto de empresarios como de sindicalistas.

En el plano cultural, Cambiemos (fundamentalmente Pro) ha sufrido el estereotipo de ser un partido de ricos y técnicos eficientistas y socialmente insensibles, y de sesgar el Gobierno hacia los sectores acomodados de la sociedad. Muchos CEO probablemente hagan justicia a esa idea. Pero el crecimiento electoral (ganador o no) de Cambiemos en provincias, municipios y barrios no favorecidos permite afianzar una aspiración que la UCR nunca perdió y que PRO también ha visualizado desde un comienzo: una representación policlasista, integrada primordialmente por intereses y valores de la clase media, y por lo tanto en gran medida progresista y promovedora de movilidad social ascendente. Cambiemos no hace una reivindicación del pueblo pobre (algo que en sí mismo constituye una definición del populismo), sino que activa su deseos de mejora en diferentes planos. Para el imaginario colectivo del día de hoy, ese horizonte está personificado en la figura de la gobernadora Vidal. Quedará por verse si esas aspiraciones logran echar raíces de identificación política.

En política muchas veces las cosas se mueven lentamente, casi en silencio. Las excitaciones refundacionales, en cambio, suelen ser demasiado retóricas. La política argentina es pródiga en sorpresas, pero quizás estemos asistiendo a un verdadero cambio de época.

El autor es Politólogo, presidente de la Sociedad Argentina de Análisis Político